Subida en la línea 7 del bus. Alrededor de las 9:00. Bus que me subía de Gran Vía, las
Arenas a L'illa Diagonal, obviamente Barcelona, el jueves pasado. Es el día que me escapo
con el bus que me lleva desde el pueblo donde vivo desde hace muchos, muchos años, a
pasear, romper la rutina y, un poco menos ahora, disfrutar de la gran ciudad.
La Barcelona imposible, prohibida de la pandemia. Anhelada en un tiempo, pero ya no
tanto.
La Barcelona de las multitudes retomadas, la Barcelona de siempre, parece, a excepción de
algunas mascarillas. La mía siempre en el bolsillo, recuerdos tristes de una pesadilla que
todo el mundo quiere olvidar.
La Barcelona más caótica si cabe y sobre todo la más agresiva. La de las bicis que no
respetan los semáforos y patinetes a gogo que cuando menos te lo esperas, se te echan
encima, dándote un buen susto. La gente de a pie, una paciencia e inseguridad total. A
veces, también insultos y malhumor.
Andando, paseando por las aceras y viendo como pasan a toda velocidad por tu lado.
Apártate, me molestas. Llegas a la conclusión, ahora más que nunca, de que "la ciudad no
es para mí".
Otro punto. Las calles despanzurradas por las superilles, depende de donde estés, son
intransitables y peligrosas. Algunas bonitas de ver, parece. Balmes, Consell de Cent,
Rambla de Catalunya. La vecindad, no sé.
A lo que iba y todavía no he ido.
Sentada en el bus, primero he tenido un niño al lado, hora de escuelas, En un momento una
joven, creo no más de 30 años. Pegué el oído, me picó la curiosidad. Hablaba por el móvil
muy educadamente, suave sin pegar gritos o haciéndose oír como hace mucha gente, para
hacer ver lo importante que uno una, es. Sin el móvil no somos nadie.
Ella no, hablaba con, supongo su pareja, de los problemas de humedades de la pérdida de
agua que se tenía que arreglar y que, no siempre el propietario, propietaria, asumen, más
bien se hacen los longuis. Igual que no siempre se respeta la propiedad cuando se está de
alquiler. La pescadilla que se muerde la cola.
Aquello de que siempre pagan justos por pecadores, que gran verdad.
En un momento su compañero le pregunta ,¿Cómo estás? A ella, le sale del alma, mi
cuerpo no me aguanta, me siento mal, muy mal, esta niña me está desquiciando. Necesito
el trabajo, cierto, tu lo sabes, pero no a costa de que me insulten y maltraten continuamente.
Tengo que hablar seriamente con la agencia. Su mama me dice que no le haga caso, que
sólo son palabras, que no las tenga en cuenta, que no son nada, palabras y se queda tan
tranquila. Pero yo no puedo más, me siento despreciada y no puedo más.
Me quedé conmocionada, ¿Qué edad debería tener la niña? y como era que nadie fuese
capaz de hacerle ver que su comportamiento no era el correcto. Hacerla razonar, la huida
de la madre o desesperación o descontrol total sobre el comportamiento de su hija.
Me quedé con las ganas de invadir su privacidad, preguntarle por la edad de la niña.
En ningún momento de la conversación dio a entender que la niña pudiese tener un desequilibrio, un problema.
La violencia que se despliega con el acoso se nos escapa pero es brutal y demasiado cotidiano,
Si somos humanos, si nos distinguimos del resto de especies por la palabra ¿Cómo se
puede argumentar delante de una persona que sufre, que las palabras sólo son palabras
vacías de contenido? y que argumenten que, a estas palabras, que se utilizan para insultar
y maltratar, no les hagas caso.
Genial la huida de la madre, menudo problema tiene y que, obviamente, no quiere afrontar.